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- Asunción Molinos Gordo
Nada tan bajo, ruin y deleznable como el barro…
…y sin embargo durante siglos fue un elemento decisivo en la vida de las comunidades humanas de todo el planeta: tierra que trabajar para el cultivo, materia base de la arquitectura popular tradicional y de los infinitos objetos artesanos de cerámica de uso cotidiano, lúdico y ritual. Los gestos contenidos en la cultura elemental del barro refieren modos de vida campesinos que en todas las regiones han sido liquidados por las inercias de la modernidad, despreciados y excluidos de la Historia por su carácter menor, artesano y popular. El mundo moderno no podía realizarse sin hacer desaparecer un conjunto de prácticas y saberes de carácter comunal, es decir, guardianes del generoso secreto de prosperar en común, pues contradecían la lógica –absurda– de la competitividad y la explotación sin límites. El “Progreso” no podía darse sin desposeer al mundo rural de unas formas de vida que cada vez resulta más urgente reconocer –es decir, volver a conocer– pero también honrar y celebrar, como propone Asunción Molinos Gordo con su proyecto ¡Cuánto río allá arriba!, producido en el marco de la Bienal del Bioceno. Cambiar el verde por el azul –la 15 Bienal de Cuenca, Ecuador, curada por Blanca de la Torre– y que toma su título de un verso del poema El cántaro roto del mexicano Octavio Paz. El título de esta exposición, pues, se encuentra con la tierra del poeta que lo imaginó y con una larga tradición ceramista con potencia de amistar y resonar con las claves de esta exposición.
Bien saben las comunidades campesinas de todas las épocas y todos los territorios que para comprender los misterios de la regeneración y la fertilidad, los campos han de recibir agua en forma de lluvia o regadío; para modelar la arcilla, ésta ha de ser humedecida y luego cocida para que gane solidez; y para que cualquier forma de vida pueda prosperar se necesita agua limpia, accesible a todos, no como proyectan los llamados “mercados de futuros” de Wall Street, que especulan con el agua desde finales del 2020, y que en verdad los imposibilitan para la gran mayoría de vidas del planeta. Asunción –que vivió ocho años entre Egipto y Omán– ha trabajado esta interdependencia entre seres vivos, tierra y agua en Como solíamos… (IVAM, Valencia, 2020), un proyecto en torno a los sistemas de riego de las comunidades campesinas medievales hispanomusulmanas de Sharq al-Andalus (Este de la peninsula ibérica) que fue el punto de partida de ¡Cuánto río allá arriba! Entonces, antes de toda narrativa de estado o nacional, las comunidades de campesinos practicaban una cultura del agua cuyo almacenamiento, transporte y consumo, aseguraba un acceso y un reparto equitativo y eficiente, reforzando así la paz y la justicia social, en beneficio de todo el ecosistema vivo que habitaban, concernidos por el bienestar –esta vez de verdad– de las generaciones futuras. La sociedad rural andalusí despliega así, a través de la alfarería, un modo de vida que, lejos de ser un hecho diferencial, es compartido con otras comunidades rurales premodernas de periodos históricos similares, también con las prehispánicas, que se relacionaron con el agua, la tierra y las artes del barro de forma comparable.
Ollas redondas, grandes ánforas ovoideas, cántaros de panza, vasijas de cono, botellas de silbato, vasos de bocas múltiples, aguadores, cuencos biomórficos… la indiscutible belleza y sensualidad de estas piezas, la abundancia que denotan sus generosas oquedades pergeñadas con barros de distintos colores, no esconde su radical utilidad para transportar, conservar, distribuir o consumir los bienes que la propia tierra nos facilita sin extenuarla. Las piezas de cerámica ecuatorianas, que han reproducido distintos artesanos locales, provienen de las culturas Valdivia, Machalilla, Chorrera, Tolita, Jama Coaque, Bahía, Guangala, Milagro-Quevedo o Manteño-Huancavilca. Las piezas malogradas son reproducciones del periodo colonial español, generando una dialéctica con lo pre-hispánico significativa. Sus formas vegetales, animales y antropomórficas reactivan simbologías vinculadas a una relación con la naturaleza a todas luces más responsable y consciente de que la convivencia entre especies –la hospitalidad y no la hostilidad– es la clave de los sistemas vivos. La reproducción de estos motivos sugiere una mímesis ancestral que reproduce, no una mera copia de la imagen de la naturaleza, sino su propia fuerza generativa. ¿No están acaso estas cerámicas biomórficas tan preñadas de vitalidad como lo está la tierra misma que comunidades de lugares dispares irrigaron durante siglos con la misma inteligencia y cuidado? Al ensamblarlas en forma de tótem, conectando así las fuerzas vitales ascendentes y descendentes del mundo –dios-maíz, el dios-flor, el dios-agua, el dios-sangre, dice Octavio Paz en su poema– la artista ha querido, por un lado, evidenciar y maximizar las cualidades comunes en torno a la accesibilidad del agua que comparten. Por otro, celebrar y homenajear la generosidad y la inteligencia de los pueblos a la hora de proteger la vida en común. Volviendo al poema de Paz: hay que soñar sueños de río buscando su cauce, sueños de sol soñando sus mundos… hay que soñar hacia atrás, hacia la fuente, hay que remar siglos arriba, más allá de la infancia, más allá del comienzo, más allá de las aguas del bautismo, echar abajo las paredes entre el hombre y el hombre, juntar de nuevo lo que fue separado.
Pese a que a menudo se recurre al folclore para promover, reclamar o ensalzar algún tipo de identidad o esencia espiritual (cuya síntesis resulta a menudo forzada y excluyente) estas piezas muestran características materiales comunes de tradiciones artesanas de otras regiones del mundo, de tiempos primigenios pero todavía presentes en muchas culturas campesinas, sugiriendo las mismas preocupaciones, la misma responsabilidad y cuidado. De modo que, en virtud de las relaciones que establecen con el medio, es apropiado decir que estas culturas de Abya Yala, Al-Ándalus o el Mediterráneo se comportan como una masa madre fermentadora de lo común en la que se han mezclado conversaciones e intercambios transnacionales y transregionales, desplegando hilos de continuidad, simpatías, semejanzas, hermanamientos. También las historias de opresión de los campesinos suelen ser compartidas: destrucción sistematizada de las formas de vida y de los territorios, comunidades diaspóricas, borrados de la historia… Quizá entonces se podría decir en este sentido transcultural, como claman algunas pancartas de la lucha campesina, que la solidaridad es la ternura de los pueblos y por eso no hay pueblo que no manchara sus manos de esa materia tan baja, ruin y deleznable como es el barro, para dejar en el mundo la marca de un gesto de generosidad y abundancia e igualdad del cual estos cántaros son testigo.
Rafael SM Paniagua
Docente, investigador y artista