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“Even if the show goes on, the alarm is always sounding”[1]
Me imagino las familias de objetos, animados, arremolinándose como en torbellinos, de sombreros o huaraches, como nubes de estorninos, agregándose y recombinándose según criterios diversos, a lo Borges: los que se tienen de pie, de terracota o cobre, los frágiles, los que sirven para tomar café, los lisos y fríos, los que ya nadie sabe fabricar.
La muestra aquí es parte de esta colección de colecciones a la que Claudia Fernández lleva dedicando gran parte de su vida y que fue tomando más consistencia al trabajar con la comisaria Daniela Pérez en el desarrollo de la amplia exposición que tuvo lugar en el Museo Tamayo de Ciudad de México de hace unos meses.
Series diversas (recuerdo la de rosquillas y panes dulces) de pueblos y regiones, que ya empezaron a reunirse durante viajes de niña con sus padres, visitando artesanos aquí y allá, por la amplitud de tierras de Mesoamérica, y que ahora nos visitan.
Una colección empieza con Claudia organizando un carro temprano que la lleve en busca de unas piezas cerámicas de una señora en particular de una comunidad a más de cuatro horas de la población cabeza de partido. En la plática, de comadres casi, de mujer a mujer, alrededor del fuego, del comal y del horno, se reúnen las piezas, el origen del estilo y sus saberes, las vicisitudes de la familia, economías ínfimas que se rehacen cada día como el huevo de las gallinas que se cruzan entre el barro, la colada tendida y la masa de maíz.
Son constelaciones que giran entre si: darse abrigo y vestimenta, transportar vituallas, cocinar y comer, casarse o enterrar a un muerto, adornarse o jugar, en ese encuentro entre lo que está ahí de material al alcance de la mano (el henequén, tule o tierra, los cueros de res) y lo que se precisa y se ha vuelto indispensable para reconocerse uno. Soy persona del lugar en tanto porto un huipil bordado, testigo de que ya no buscamos tan sólo comer, si no la belleza. Un encuentro hilvanado por el movimiento de manos, gastadas y precisas, de prestidigitador, al ritmo de las estaciones.
Esa agencia del material se transmuta de nuevo por la mirada y la mano del artista al situarla en el museo, en la galería. La ceremonia muda, o precisamente por eso, acontece. Sin embargo no es ya la operación de transferencia del objeto funcional a uno de contemplación estética, ahondando la división entre la función social del arte y la noción recalcitrante y conservadora de l’art pour l’art. Tampoco presenta el objeto desposeído de función y ya tan solo soporte de una idea, que propone el ready-made y retoma el Pop-Art, en su desbordamiento de la cosa expuesta.
Todas ellas son operaciones que cuestionan el estatus de la obra de arte y del metabolismo conceptual alrededor de la mercancía en el capitalismo.
Si en el momento álgido de la sociedad de consumo se enaltece a la vez que se trata con ironía la producción industrial y estandarizada del objeto, ya desde los inicios hay también una añoranza, que va de Ruskin a Morris y más allá, del objeto cuidado, fruto de una elaboración manual, una artesanía.
La existencia de la colección visibiliza la dinámica entre quienes manufacturan y quienes consumen, y nos hace pensar los términos de esta relación comercial, así como las formas de hacer, entendiendo la artesanía de forma ampliada según Richard Sennet, como una atención dedicada a llevar a cabo bien una actividad incluso sin ser manual, habiendo un periodismo artesano, y un geógrafo o un biomédico artesanos.[2]
Hay artistas que muestran esa división arbitraria entre arte y diseño y entre objetos de arte y objetos cotidianos, función y belleza, construyendo aeroplanos o refugios. Annie Albers, quien cuenta en sus memorias un momento de sorpresa y tristeza al hacer su maleta antes de un viaje y ver que todo en ella estaba hecho de forma industrial sin huella humana alguna, defendió de forma vehemente: “Wholeness is not a utopian dream” (La plenitud no es un sueño utópico).
Pero para Claudia, no se trata de rehacer, manipular o interferir en los diseños. Los objetos superan su condición de producto, de resultado de un proceso, que es tanto el del artesano como el del artista que investiga, recorre y compila.
Desvelan a la vez que arte popular llega al ritual, “abarcando objetos dedicados a las deidades en el contexto de una cosmogonía y sincretismo prehispánico y colonial así como a los elementos, a los santos patronos o festividades, y del universo dando por resultado objetos de un orden calendárico. Estos objetos están cargados de una fuerza importante milenaria, representativa del espíritu y las creencias de un grupo cultural pero además de un sentido artístico personal, y que veo de alguna forma extinguirse”.[3]
Quisiera pensar que las culturas campesinas europeas y las indígenas americanas se encontraron en los alimentos, cantos y creencias, por encima del juego de conquistadores y bajo los mismos amos.
Esta integridad es consustancial al llamado arte popular tal y como se defiende desde la noción budista de belleza, asociada a objetos getemono (ge significa común u ordinario y te, “por naturaleza”) y a la alta apreciación que por estas piezas en apariencia rudimentarias tenían los grandes maestros del té en Japón. En ellas veían una cualidad superior, una sofisticación imposible de lograr para el artista de la corte y que fácilmente podía pasar desapercibida al no instruido en esta sensibilidad hacia algo tan desnudo de elaboración. Este arte se enraíza en la idea de “shibusa” que se refiere de forma no derogatoria a la pobreza, como una sutil y noble austeridad. Es en esta humildad (restrained, subdued) llana, simple y serena, el lugar en el que las más bellas creaciones son posibles. El propio maestro ceramista y de teoría estética Soētsu Yanagi, que tanto influyó en Bernard Leach y el posterior “revival” del Arts&Crafts en Inglaterra con el movimiento Mingei a mediados del s. XX hasta los 70, asocia el artesano campesino y anónimo al estado de conciencia elevada propia del satori zen, creando piezas “que son <no – pensamiento> y naturaleza ellas mismas”[4], superando la dualidad mente-materia. Es por tanto contrario a la idea moderna de artista o de la artesanía aristocrática, con obras firmadas y artificioso ornato efectista.
Al optar por ser puente y mediador, Claudia Fernández desplaza la atención sobre una forma de circulación del objeto que implica un cuestionamiento dirigido al cambio de valores, al cambio social.
Un lugar en el que los objetos, que sirven a propósitos diversos en nuestras vidas, aquí durmientes, expectantes, nos invitan a pensar nuestros hábitos, nuestros deseos, nuestras necesidades – una apuesta radical por un apetito crítico que explore nuestra complicada relación con el capitalismo y los objetos, el marketing y el estatus, en el que el máximo lujo sería la posesión de tiempo, representada en tanto símbolo por el objeto artesano, hecho a mano.
En él proyectamos lo que no nos es posible darnos, interminablemente atareados en el “busy-ness” como sinónimo de posición social y acumulación material.
Si así es en Occidente, con EEUU como caso paradigmático, en México y en otros lugares donde perviven trazos de culturas pre-capitalistas, campesinas e indígenas, con valores de cambio y de uso , de belleza y de identidad diferentes , esta puede ser una celebración de la diferencia, hacia el reencuentro y el aprecio, sin exotizar al otro, una alianza y reconocimiento, también económico, de la población rural, excluida de la conversación cultural, si no explotada.
Las colecciones de Claudia existen por tanto entre el afán de comprender, agrupando y catalogando, propio del antropólogo, y la puesta en cuestión de la Modernidad: piezas (ensamblajes de artesanías y miradas artísticas ) que no son estáticas si no que se implican en el día a día de un modo de vida ancestral y a la vez en las cuestiones más acuciantes de nuestro tiempo: el llamado al de-crecimiento, al artesanado como estado vital, otra economía de la atención y la satisfacción en la labor, y un necesario reencuentro en campo-ciudad, arte y pueblo.
Fernando García-Dory
Mayo, 2018
[1] Ami Barak, “Usefulness – an extension beyond an intention” en “Return to function”, MMoCA , 2009.
[2] R. Sennet, “El artesano” Anagrama, 2009.
[3] Correspondencia con la Claudia Fernández, 2018.
[4] Sōetsu Yanagi, “The Unknown Craftsman”, Kodansha, Nueva York 1972.